La
guerra nubla el juicio en cuanto a prioridades. La costumbre española crea un
conflicto favoritista y moral. Y entonces, los casos concretos que florecen en
la cabeza de las personas salen algún día del mundo de las ideas y se
convierten, además de prioritarias para el inquilino, en acción que afecta a
los que rodean al mismo. Esta situación queda perfectamente plasmada en otra de
las vivencias que rodean a Nicolás.
-¡Levantad
las manos y no digáis ni una palabra, engendros! -un muchacho de aspecto
famélico apuntaba directamente hacia Nicolás con un fusil más pesado que sus
dos piernas juntas. Ambos temblaban. Nicolás temblaba del miedo; el de aspecto
famélico, del simple esfuerzo de levantar el matraco.
-Y
va el tío y se queda de piedra.... -dijo el Sargento Hernández refiriéndose a
Nicolás- ¡Pégale un tiro, cojones! -añadió.
Y,
efectivamente, no podía moverse; mucho menos levantar el arma que llevaba; un
antiguo fusil importado de Rusia que, a pesar de su longeva vida de servicio,
nunca se había encasquillado. Pensó pues que tendría que levantar el arma,
luego quitar el seguro, ajustarse la culata al hombro firmemente, apuntar al de
aspecto famélico, llevar el índice al gatillo, y luego apretarlo. Y todo esto
con la posibilidad siempre vigente de que, por un caprichoso azar del Demiurgo,
esa vez fuera la primera que su fusil ruso se encasquillara.
Nicolás
nunca había disparado a nadie, pero sí que había practicado con latas y sacos
llenos de pedruscos y arena. Para él, disparar era un ritual metódico; siempre
prestaba especial atención a la parte en la que reposaba la culata del arma en
la parte delantera del hombro, pues una vez vio cómo se le salía el hueso de su
sitio a un recluta joven que pasó por uno de sus campamentos. Se llamaba
Sebastián, y marchó junto a ellos un par de semanas. Un día, cuando se movían por
una granja al Sur de Juslibol, y tras haber lanzado un par de tiros a cuatro
vecinos del pueblo con los que ya habían tenido rencillas otras veces, el
infeliz fue arrollado por una vaca contra una valla de metal. No fue a
propósito, pues de los animales se dice que no tienen maldad, al contrario que
los humanos. Y con más razón aún se podría uno referir a una mansa vaca de
granja. El muchacho era un sobrino lejano del Sargento Hernández, por lo que la
pena de éste duró unas cuantas horas. Más concretamente, hasta que llegó la
noche del mismo día y decidió, después de enterrar al muchacho, dar un tiro en
la sien al animal y asar a fuego la espalda, que era la parte más tierna
todavía salvable de la vaca, pues esta ya estaba vieja y famélica y, por lo
tanto, otras piezas del cuerpo hubieran sido más jascas y difíciles de
masticar.
El
caso es que en el tiempo en el que Nicolás seguía pensando en levantar el arma,
el famélico -que lo estaba tanto como la vaca homicida- había perdido
finalmente la poca fuerza que le quedara en sus brazos y su arma ya apuntaba al
suelo. Hilario no perdió la oportunidad y, sin pensárselo dos veces, avanzó de
dos saltos los cuatro metros que los separaban y le dio un golpe a puño cerrado
que le hizo caer inconsciente en el suelo.
-Cógelo
y ponlo a cubierto -ordenó Hernández señalando un almacén con una puerta de
chapada que colgaba en uno de sus extremos por una sola bisagra.
Todo
el pelotón obedeció; Hilario se echó al inconsciente al hombro. El sargento
miró a Nicolás con una cara de desprecio absoluto y éste se quedó unos segundos
más en el sitio intentando asimilar lo que había pasado.
Cuando
entraron en el almacén, no pudieron ver nada, necesitaban acostumbrar sus
vistas a la oscuridad del interior. Sin embargo, en el momento en el que se
pararon y ya no escucharon el sonido de sus propias pisadas, fue cuando
empezaron a oír una serie de jadeos casi inaudibles.
Todos
se echaron al suelo, incluido Hilario, que soltó al paquete que llevaba al
hombro. Éste cayó como un saco de patatas.
En
la caída, el de aspecto famélico se dislocó un hombro, cosa que no era rara,
pues sus huesos apenas estaban unidos entre sí por carne. Se despertó de su
inconsciencia y empezó a lanzar unos gritos desgarradores que resonaron en el
techo de uralita del almacén. Estos gritos no duraron más de cinco segundos,
pues Hilario le volvió a propinar un codazo en la mandíbula que lo noqueó de
nuevo.
-¿Quién
anda? -gritó Hernández. Pero nadie contestó. Solo se pudo oír cómo, desde una
esquina, los jadeos se acrecentaban, como si alguien estuviese intentando
llamar su atención, pero sin las fuerzas necesarias para articular palabra.
La
vista de Nicolás empezó a acostumbrarse a la oscuridad. Pudo distinguir dos
bultos recostados en la esquina de la que provenían los ruidos. También intuyó
otro echado sobre una mesa, e incluso dos más apoyados sobre una pared.
-¡Distingo
cinco, sargento! -dijo Nicolás. Hernández, ante la incertidumbre de lo que
estaba pasando, oteó a su alrededor en busca de alguna solución. Fue entonces
cuando vio que, en una de las paredes, a unos cinco metros sobre el suelo, una
rendija de luz se asomaba entre los cristales de un voluminoso ventanal que
estaba tapado por cartones. Estirando el brazo, levantó su arma y disparó a la
ventana. Los cartones cayeron y, al fin, un potente chorro de luz entró por el
hueco que dejaron, y todos pudieron ver el recinto con claridad, entrecerrando
los ojos.
No
eran cinco, sino siete las personas repartidas en el almacén. Cinco yacían
claramente sin vida. Los otros dos eran los que Nicolás había distinguido por
medio de los jadeos. Uno de ellos carraspeó forzosamente, sacó fuerzas de sus
últimos alientos de vida y titubeó:
-¿Quién...?
¿Quién anda ahí?
-¡La
Tercera del Pabostre! -respondió Nicolás avanzando hacia ellos. Parecía que,
tras la patética demostración acaecida fuera, ahora quería demostrar más
iniciativa.
Cuando
les vio mejor, frunció el ceño y sintió a la vez pena y algo de vulgar asco.
-¿Pero
qué os han hecho, hombres de Dios? -preguntó, al ver a dos personas totalmente
esqueléticas. Las costillas parecían quererse ir de la poca carne que tenían,
los brazos no ocupaban más que una pata de gallina y su mirada perdida lucía
unas ojeras más marcadas que un cuarto creciente. El que había hablado volvió a
hacerlo, ahora con voz un poco más alta y firme, como si la luz que entraba por
la ventana le estuviese recargando parte de la energía.
-Somos
el Cuarto Grupo de Acción y Respeto Natural -dijo de carrerilla, de memoria.
Todos
se miraron entre sí preguntándose qué clase de colectivo era ese. Sin embargo,
Nicolás sí había oído hablar de ellos, así que primero dijo en voz alta.
-¡Ah,
los comeplantas! -y luego siguió
explicando al grupo -Hace unos meses me dieron un panfleto en la tahona, cuando
iba con mi ficha de ración. Al parecer son un grupo de naturalistas que solo
comen borrajas... -pero el tumbado le interrumpió:
-¡Borrajas!
¡Nada de eso, monstruo! No nos atreveríamos a comer nada vivo. Es una barbarie
contra la vida misma. Tanto animales como plantas, como humanos, somos parte de
un todo; todos somos iguales y, por eso, nuestra relación ha de ser totalmente
equitativa, eliminando de nuestras vidas ese horrendo cáncer que son las
cadenas tróficas, reflejo de una sociedad caciquista e inmoral...
Dijo
todo esto como un autómata, como un discurso carente de cualquier gracia o
ánimo.
Nicolás
siguió hablando. El resto del grupo no solía hacerlo, y Hernández andaba dando toques
a los cuerpos con la punta del pie para ver si quedaba alguno con vida.
-Pero
entonces, si no coméis ni carne ni verde... ¿De qué vivís? ¿De agua?
El
que estaba hablando abrió la boca para contestar, pero las palabras no
salieron. Se quedó con los ojos abiertos, sin una pizca de vida en su cuerpo.
-Torció
el morro -dijo Hernández acercándose a él y dándole tres bofetadas en la cara,
sin éxito de reanimación.
Sin
embargo, como una maquinaria de reloj recién engrasada y tomando el relevo, el
único que ahora quedaba vivo prosiguió, primero en voz baja y luego subiendo el
tono:
-Niveles
de organización; el agua es tan compleja como tú, o como yo: Las gotas de rocío
encuentran su vía de descenso por los tallos de las flores hasta llegar con sus
hermanas al húmedo suelo. Ahí, todas juntas avanzan, o siguen descendiendo,
recorren sendas, caminos, cañones, valles... Hasta alcanzar a los padres ríos o
a la madre mar.
-Tanto
padre para una madre... Estará contenta, la muy puta -comentó Hilario en tono
burlón y riendo sonoramente él solo.
Y
Nicolás:
-Joder
qué burro...
El
moribundo tosió y Hernández sacó su cantimplora, la abrió y vertió la mitad del
agua encima de él diciendo:
-Pues
toma orgía con tus hermanas.
Todos
rieron, incluido Nicolás, que esbozó una sonrisa que ni él mismo quería, y que
el moribundo interrumpió:
-¡Reid,
bestias, salvajes!
Chistando
y apuntándole, Herández:
-¡Sin
faltar, Pascual Duarte, que te viene el garrote vil!
-Solo
mataréis a uno más, como siempre.
Nicolás
intervino:
-Oye,
habéis dicho que sois “el cuarto grupo”. ¿Dónde están los otros tres?
-¡Eso
no es asunto vuestro! Es secreto de colectivo. Pero te aseguro que seguiremos
luchando, que haremos éste planeta más natural, hasta devolverlo a su estado
primitivo.
-¿Pero
cómo es eso? -preguntó Hilario.
Y
el moribundo le respondió con un último suspiro y muriendo.
Y
Nicolás:
-Mira...
Respuesta sincera.