jueves, 30 de abril de 2015

Capítulo III

La guerra nubla el juicio en cuanto a prioridades. La costumbre española crea un conflicto favoritista y moral. Y entonces, los casos concretos que florecen en la cabeza de las personas salen algún día del mundo de las ideas y se convierten, además de prioritarias para el inquilino, en acción que afecta a los que rodean al mismo. Esta situación queda perfectamente plasmada en otra de las vivencias que rodean a Nicolás.
-¡Levantad las manos y no digáis ni una palabra, engendros! -un muchacho de aspecto famélico apuntaba directamente hacia Nicolás con un fusil más pesado que sus dos piernas juntas. Ambos temblaban. Nicolás temblaba del miedo; el de aspecto famélico, del simple esfuerzo de levantar el matraco.
-Y va el tío y se queda de piedra.... -dijo el Sargento Hernández refiriéndose a Nicolás- ¡Pégale un tiro, cojones! -añadió.
Y, efectivamente, no podía moverse; mucho menos levantar el arma que llevaba; un antiguo fusil importado de Rusia que, a pesar de su longeva vida de servicio, nunca se había encasquillado. Pensó pues que tendría que levantar el arma, luego quitar el seguro, ajustarse la culata al hombro firmemente, apuntar al de aspecto famélico, llevar el índice al gatillo, y luego apretarlo. Y todo esto con la posibilidad siempre vigente de que, por un caprichoso azar del Demiurgo, esa vez fuera la primera que su fusil ruso se encasquillara.
Nicolás nunca había disparado a nadie, pero sí que había practicado con latas y sacos llenos de pedruscos y arena. Para él, disparar era un ritual metódico; siempre prestaba especial atención a la parte en la que reposaba la culata del arma en la parte delantera del hombro, pues una vez vio cómo se le salía el hueso de su sitio a un recluta joven que pasó por uno de sus campamentos. Se llamaba Sebastián, y marchó junto a ellos un par de semanas. Un día, cuando se movían por una granja al Sur de Juslibol, y tras haber lanzado un par de tiros a cuatro vecinos del pueblo con los que ya habían tenido rencillas otras veces, el infeliz fue arrollado por una vaca contra una valla de metal. No fue a propósito, pues de los animales se dice que no tienen maldad, al contrario que los humanos. Y con más razón aún se podría uno referir a una mansa vaca de granja. El muchacho era un sobrino lejano del Sargento Hernández, por lo que la pena de éste duró unas cuantas horas. Más concretamente, hasta que llegó la noche del mismo día y decidió, después de enterrar al muchacho, dar un tiro en la sien al animal y asar a fuego la espalda, que era la parte más tierna todavía salvable de la vaca, pues esta ya estaba vieja y famélica y, por lo tanto, otras piezas del cuerpo hubieran sido más jascas y difíciles de masticar.
El caso es que en el tiempo en el que Nicolás seguía pensando en levantar el arma, el famélico -que lo estaba tanto como la vaca homicida- había perdido finalmente la poca fuerza que le quedara en sus brazos y su arma ya apuntaba al suelo. Hilario no perdió la oportunidad y, sin pensárselo dos veces, avanzó de dos saltos los cuatro metros que los separaban y le dio un golpe a puño cerrado que le hizo caer inconsciente en el suelo.
-Cógelo y ponlo a cubierto -ordenó Hernández señalando un almacén con una puerta de chapada que colgaba en uno de sus extremos por una sola bisagra.
Todo el pelotón obedeció; Hilario se echó al inconsciente al hombro. El sargento miró a Nicolás con una cara de desprecio absoluto y éste se quedó unos segundos más en el sitio intentando asimilar lo que había pasado.
Cuando entraron en el almacén, no pudieron ver nada, necesitaban acostumbrar sus vistas a la oscuridad del interior. Sin embargo, en el momento en el que se pararon y ya no escucharon el sonido de sus propias pisadas, fue cuando empezaron a oír una serie de jadeos casi inaudibles.
Todos se echaron al suelo, incluido Hilario, que soltó al paquete que llevaba al hombro. Éste cayó como un saco de patatas.
En la caída, el de aspecto famélico se dislocó un hombro, cosa que no era rara, pues sus huesos apenas estaban unidos entre sí por carne. Se despertó de su inconsciencia y empezó a lanzar unos gritos desgarradores que resonaron en el techo de uralita del almacén. Estos gritos no duraron más de cinco segundos, pues Hilario le volvió a propinar un codazo en la mandíbula que lo noqueó de nuevo.
-¿Quién anda? -gritó Hernández. Pero nadie contestó. Solo se pudo oír cómo, desde una esquina, los jadeos se acrecentaban, como si alguien estuviese intentando llamar su atención, pero sin las fuerzas necesarias para articular palabra.
La vista de Nicolás empezó a acostumbrarse a la oscuridad. Pudo distinguir dos bultos recostados en la esquina de la que provenían los ruidos. También intuyó otro echado sobre una mesa, e incluso dos más apoyados sobre una pared.
-¡Distingo cinco, sargento! -dijo Nicolás. Hernández, ante la incertidumbre de lo que estaba pasando, oteó a su alrededor en busca de alguna solución. Fue entonces cuando vio que, en una de las paredes, a unos cinco metros sobre el suelo, una rendija de luz se asomaba entre los cristales de un voluminoso ventanal que estaba tapado por cartones. Estirando el brazo, levantó su arma y disparó a la ventana. Los cartones cayeron y, al fin, un potente chorro de luz entró por el hueco que dejaron, y todos pudieron ver el recinto con claridad, entrecerrando los ojos.
No eran cinco, sino siete las personas repartidas en el almacén. Cinco yacían claramente sin vida. Los otros dos eran los que Nicolás había distinguido por medio de los jadeos. Uno de ellos carraspeó forzosamente, sacó fuerzas de sus últimos alientos de vida y titubeó:
-¿Quién...? ¿Quién anda ahí?
-¡La Tercera del Pabostre! -respondió Nicolás avanzando hacia ellos. Parecía que, tras la patética demostración acaecida fuera, ahora quería demostrar más iniciativa.
Cuando les vio mejor, frunció el ceño y sintió a la vez pena y algo de vulgar asco.
-¿Pero qué os han hecho, hombres de Dios? -preguntó, al ver a dos personas totalmente esqueléticas. Las costillas parecían quererse ir de la poca carne que tenían, los brazos no ocupaban más que una pata de gallina y su mirada perdida lucía unas ojeras más marcadas que un cuarto creciente. El que había hablado volvió a hacerlo, ahora con voz un poco más alta y firme, como si la luz que entraba por la ventana le estuviese recargando parte de la energía.
-Somos el Cuarto Grupo de Acción y Respeto Natural -dijo de carrerilla, de memoria.
Todos se miraron entre sí preguntándose qué clase de colectivo era ese. Sin embargo, Nicolás sí había oído hablar de ellos, así que primero dijo en voz alta.
-¡Ah, los comeplantas! -y luego siguió explicando al grupo -Hace unos meses me dieron un panfleto en la tahona, cuando iba con mi ficha de ración. Al parecer son un grupo de naturalistas que solo comen borrajas... -pero el tumbado le interrumpió:
-¡Borrajas! ¡Nada de eso, monstruo! No nos atreveríamos a comer nada vivo. Es una barbarie contra la vida misma. Tanto animales como plantas, como humanos, somos parte de un todo; todos somos iguales y, por eso, nuestra relación ha de ser totalmente equitativa, eliminando de nuestras vidas ese horrendo cáncer que son las cadenas tróficas, reflejo de una sociedad caciquista e inmoral...
Dijo todo esto como un autómata, como un discurso carente de cualquier gracia o ánimo.
Nicolás siguió hablando. El resto del grupo no solía hacerlo, y Hernández andaba dando toques a los cuerpos con la punta del pie para ver si quedaba alguno con vida.
-Pero entonces, si no coméis ni carne ni verde... ¿De qué vivís? ¿De agua?
El que estaba hablando abrió la boca para contestar, pero las palabras no salieron. Se quedó con los ojos abiertos, sin una pizca de vida en su cuerpo.
-Torció el morro -dijo Hernández acercándose a él y dándole tres bofetadas en la cara, sin éxito de reanimación.
Sin embargo, como una maquinaria de reloj recién engrasada y tomando el relevo, el único que ahora quedaba vivo prosiguió, primero en voz baja y luego subiendo el tono:
-Niveles de organización; el agua es tan compleja como tú, o como yo: Las gotas de rocío encuentran su vía de descenso por los tallos de las flores hasta llegar con sus hermanas al húmedo suelo. Ahí, todas juntas avanzan, o siguen descendiendo, recorren sendas, caminos, cañones, valles... Hasta alcanzar a los padres ríos o a la madre mar.
-Tanto padre para una madre... Estará contenta, la muy puta -comentó Hilario en tono burlón y riendo sonoramente él solo.
Y Nicolás:
-Joder qué burro...
El moribundo tosió y Hernández sacó su cantimplora, la abrió y vertió la mitad del agua encima de él diciendo:
-Pues toma orgía con tus hermanas.
Todos rieron, incluido Nicolás, que esbozó una sonrisa que ni él mismo quería, y que el moribundo interrumpió:
-¡Reid, bestias, salvajes!
Chistando y apuntándole, Herández:
-¡Sin faltar, Pascual Duarte, que te viene el garrote vil!
-Solo mataréis a uno más, como siempre.
Nicolás intervino:
-Oye, habéis dicho que sois “el cuarto grupo”. ¿Dónde están los otros tres?
-¡Eso no es asunto vuestro! Es secreto de colectivo. Pero te aseguro que seguiremos luchando, que haremos éste planeta más natural, hasta devolverlo a su estado primitivo.
-¿Pero cómo es eso? -preguntó Hilario.
Y el moribundo le respondió con un último suspiro y muriendo.
Y Nicolás:

-Mira... Respuesta sincera.

domingo, 1 de marzo de 2015

Gypsy track

Suena Django, Farewell Blues.
Té con leche
sobre fondo azul.
Y mil conversaciones
(esta vez sin colores);
todas ellas tabú.

Django Reinhardt, ahora Nuages.
Cuatro nombres,
quizás uno más.
Uñas, correos, flashes
y novillos en clase.
¡Ya basta de inventar!

Del 'sindedos', Minor Swing.
Más movida,
derriba el fortín.
¡Qué falta de respeto!
¿Me merezco yo esto?
Por supuesto que sí.

viernes, 31 de octubre de 2014

Ágata

La tinta se disolvió en el agua con la suave benignidad de una nube y la rapidez devastadora de una tormenta. El pincel golpeó los bordes del vaso de cerámica con un tintineo agudo y luego se elevó de nuevo rompiendo la superficie del líquido, tras haber teñido éste totalmente de negro. A mitad de camino entre el vaso y el lienzo, dos gotas cayeron sobre la falda de Ágata antes de llegar al rostro de una joven vestida de época y cubrirlo de una pátina de tinta negra diluida que, sin cubrir la pintura por completo, sí le dio a la escena un aire de distorsión y un tono lúgubre. Si bien seguía intuyéndose la cara, la mirada se había perdido por completo, al igual que les había pasado al resto de personajes de la escena, cuyas caras también habían sido cubiertas por la negra tinta al agua de Ágata. Ariadna la miraba impasible, como quien conoce, reconoce y casi llega a aprobar un protocolo. Le bastó una mirada de su madre –ni siquiera a ella, sino al infinito-  para saber lo que debía hacer, así que levantó el lienzo, lo puso en el suelo y lo apoyó en una de las vigas del porche. Inmediatamente cogió otro cuadro igual de idílico que el primero, en el que estaban representadas varias familias con largos vestidos de encajes blancos y rosados, chalecos con bordados y medias y calzas de tonos apagados, bailando en corro en torno a un olivo ramificado. Ariadna lo puso delante de su madre y ésta volvió a manchar el pincel; primero en tinta y luego en agua, volviéndose esta última cada vez más oscura.
Ariadna odiaba tener que repetir el mismo protocolo una y otra vez, odiaba cuidar de su madre, y odiaba su propio odio, así que tragaba su propia hiel, se escudaba como lo hacían las ancianas, en su propia desdicha, y no manifestaba signo alguno que diese a entender que no estaba conforme. Se limitaba a sentarse junto a su madre por las mañanas, cambiar el cuadro y traerle más tinta. Esto último menos a menudo, pues Ágata, además de moverse lenta e insegura, ni siquiera le pedía que se la trajese; era algo a lo que se había acostumbrado, una tarea más de su proceder diario, en este caso asignada por ella misma. Cuando en el mercado del pueblo, o en las reuniones del consejo, alguien le preguntaba por su madre, ella se limitaba a entrecerrar los ojos risueñamente y a dibujar con un pincel de detalle una media mueca, mera fachada de lo que de verdad sentía pero, en realidad, reflejo directo de ello. De vez en cuando, un ‘Vamos tirando’ pronunciado por su boca ocultaba un ‘No tiramos nada en absoluto’ que, por otra parte, no lograba camuflarse, y siempre hacía recogerse al que preguntaba en un ‘Cosas que pasan’ o ‘Llegan a una edad…’.
Ágata llevaba tan solo unos pocos meses fuera de su propio ánimo, pero a su hija le habían parecido años, años de enfermedad que le habían hecho cuidar al cascarón roto de lo que antes había sido su madre. Frágil antes de romperse, pero correoso y letal ahora que no quedaba una cáscara que romper. Su vida, de repente, se había convertido en eso: lienzo, tinta y agua.
‘¿Tiene sed, madre?’ Ni una contestó ni a la otra le importó. Iba a traerle agua de todos modos. Ariadna se levantó y corrió el cortinaje  que colgaba de la puerta de la entrada para evitar que las moscas volasen dentro de la casa. Consistía en unos largos hilos de nylon con cuentas redondas de madera. De pequeña, Ariadna fantaseaba con que era una pared de roca, y jugaba a escalar con sus propios dedos todo lo alto que podía. Con los años, las cuentas de madera se habían ido desprendiendo, pellizcadas por la puerta, o cayéndose una vez desecho el nudo al final de los cordones que las sostenían. Ahora, cuando Ariadna recordaba lo que hacían de niña, volvía a mirar la cortina y, esta vez, le parecían largos regueros de agua cayendo por una cascada por la cual asomaban esas pocas rocas que aún quedaban amarradas al nylon.
Fue a la cocina, cogió un vaso y lo lleno de agua de una pesada garrafa inclinándola sobre la encimera misma para así no tener que sujetar todo su peso. Le pesaba cada gesto, cada paso, cada movimiento que hacía. No podía soportar más, pero debía hacerlo, pues era la única opción. Quería a su madre y la odiaba al mismo tiempo y, aunque sabía que su enfermedad empeoraba, y más lo hacía todavía su actitud, debía estar ahí porque sí, porque de no estar ella, nadie más estaría. A veces pensaba en cuando ya no tuviera que estar ahí, y veía ese momento con mucha pena, pero también con un alivio que le avergonzaba. Cerró la botella y volvió a salir con el vaso en la mano. Corrió la cortina y, desde ahí mismo, pudo ver que por la calle pasaba un hombre a ritmo pausado con una mano en el bolsillo y otra sosteniendo una americana gris sobre su hombro. Camisa, tirantes, pantalón y sombrero, todo en tonos de grises, se diferenciaban unos de los otros por ser más claros o más oscuros. Viéndolo sobre el fondo del asfalto de la carretera, parecía escapado de una película antigua. Ariadna levantó la barbilla y los dedos de la mano que no sujetaba el vaso e inventó media sonrisa. No le conocía de nada. El hombre no le había visto saludar, sin embargo, le devolvió el gesto llevándose las puntas de los dedos pulgar e índice al sombrero y arrastrándolo hacia su cara, y luego volviéndolo a subir de nuevo. Ariadna intentó hacer memoria, intentó reconocerle, pero nada; estaba segura de no haberlo visto en la vida. Era un pueblo pequeño y los pocos visitantes que llegaban no hubieran tenido ningún interés en pasar por delante de su casa. Un escalofrío se apoderó de ella: recordaba que, cuando era pequeña, cada vez que se enteraba de que alguna persona mayor del pueblo estaba arrastrando sus últimos días de enfermedad en la cama, siempre había una figura extraña que aparecía y llamaba a la puerta, que se chocaba con un pariente o que se cruzaba en la vida de cualquiera de los familiares. Muchas veces era un vendedor, un buhonero, un vagabundo que pedía limosna en la esquina, un visitante nuevo en el pueblo al que se le veía con la misma rapidez con la que se le perdía de vista. ‘Y no solo eso’ –le decía su madre- ‘todo cambia cuando el momento le llega a alguien; siempre hay algo que cambia, algo que te hace recordar la vida, que es lo único que te puede dirigir a la muerte’. Siempre que le contaba estas cosas, al momento le quitaba importancia a lo dicho: ‘No me hagas caso, pequeña, no tendrás mejores cosas que hacer que escucharme augurando como una vieja…’ y le sonreía, y le revolvía el pelo o le ponía una mano sobre el hombro, y todo pasaba. De hecho, a Ariadna le parecía extraño el recordar en ese momento algo en lo que no había vuelto a pensar en tantos años.
Estando todavía en el marco de la puerta, volvió de sus pensamientos cuando su madre se levantó, alargó el brazo, cogió el vaso de agua y le dijo: ‘Gracias, hija’. Había dejado pincel, lienzo y agua. Había cambiado. Ariadna la miró y se echó a llorar.

Saúl Subías Rodríguez

lunes, 8 de septiembre de 2014

29/07/2014

La poesía descarada
es un pulso entre lo que es,
lo que entiendes
y lo que quieres que se sepa.

Una vez enmascarada
puedes atracar con ella,
robar bancos y personas
y ser cura y proxeneta.

martes, 20 de mayo de 2014

Coplas a la vida de un abuelo

I.

Lejos de amargar la vida
con un mal vano e infesto
debe ser
que al ensillarle la brida
vio como no s'iba presto
el plazer.

Supo disfrutar d'os años
et ejercer d'os amigos 
cuan prior
y así bajando peldaños
dejó atrás aos enemigos
sin fulgor.

II.

La batalla en que libraba
cada día con lo puesto
por poner
comía el pan que amasaba
y hacía con el resto
de vender.

Rezaba por su familia
y explotaba los alijos
de poder.
Hacía un sillón la silla
para sentar a sus hijos
y mujer.

III.

Hacía fluir las notas
de teclas, cuerdas y voces
al tocar
sus valses, tangos y jotas
cabalgando a duras voces
junto al mar.

Forjó segundos hermanos
y hermanas que en cada misa
al cantar
juntaban voces las manos
y nacía de sonrisa
un coral.

IV.

Sin olvidar lo sensato
fue un buen aunque retirado
zalamero
sin opulencia y bien grato
veterano y avezado
laminero.

Y ocupando aqueste escaño
es debidamente ceirto
recordar
que en o pasar de los años
logró bien verse feito
un chaval.

Tu nieto, Saúl.

lunes, 19 de mayo de 2014

De siete en siete

"¿Por qué escribes?" -me preguntó.
"Por lo mismo que respiras"
-fui a responderle yo.
"Porque yo inhalo el aire
que le sobra a tu descaro
y lo escupo como gotas
del silencio que enmascaro"

De esta forma alcanzaré
a no más de seis personas,
a ese petit comité 
que evitará que se seque
la pluma de noche idiota;
la ene, la ce, la erre,
la efe, la o, la jota".

Saúl Subías                         

domingo, 4 de mayo de 2014

sábado, 26 de abril de 2014

La Espiga

Relato corto dedicado a todos los maños y mañas.

LA ESPIGA

Una tarde de invierno, una espiga de trigo, harta de la seguridad del arraigo a tierra, voló. Al primer vuelo, leyó el cuento de una princesa que, desde un castillo en lo alto de una pequeña colina de yeso, vigilaba una granja de gigantes que movían los brazos para asustar moscas y estorninos. “De ahí debe de venir el viento que me hizo volar” –pensó la espiga al iniciar su viaje.

Una mañana de primavera, la espiga, nadando por el aire sobre el río, se chocó contra el mástil de un gran velero que, estático y sin vela, unía los sotos de las dos orillas del Ebro. Bajó por el mástil y llegó al suelo. La espiga entristeció. “¿Ya ha acabado mi viaje?”-pensó. “¿Hasta aquí mi aventura?”. Pero no acabó. Un joven muchacho la cogió y, haciendo puntería con el ancestral rito de entresacar la lengua por la comisura de la boca y achinar un ojo, la lanzó hacia el jersey de su abuelo. Éste se giró hacia su nieto, al igual que se giró hacia toda la ciudad varias veces, hacia todo el pueblo, sonriendo por debajo del bigote y llegando a contar con la pequeña espiga en su canción.

Una noche de verano, la espiga, aunque triste, se separó del jersey y si siguió su viaje. Voló entre bailes, polvo y torcaces que, con acento de asombro, le saludaban cada mañana cuando la veían flotar entre los densos pinares de un gran parque recién bautizado.

Finalmente, en otoño, de madrugada, la espiga quiso descansar. Entonces vio molinos, puentes, castillos… Recorrió parques, ríos y canales, escuchó jotas y albadas… Se pegó en el jersey de todas las gentes que, en armonía con el cierzo, dan vida a la ciudad del viento.

Saúl Subías Rodríguez.-

martes, 15 de abril de 2014

Despropósito satírico

¿Sabéis qué? Me he despertado tildado,
sí; y es que anoche me asaltó la tilde.
Y no es que de repente ande enredado,
ni absorto en un recuerdo recordado...
Fue más bien un sueño tirando a humilde.

En una casa -muy simple, ya veis-
a sí misma sumaba su osadía.
-me agrada tantísimo que silbéis...
Sin tanto tonto intento, ¿sabéis...?
el sueño por sí solo os tediaría-

Bien, vuelvo a ti, "tildosis" que me aqueja:
Por la noche fue tal tu picazón
que ahora salen tildes de mis orejas,
me saludan flotando en las lentejas
y tocan el piano alguna canción.

Y te pido, tilde... Es más... ¡Decreto
que apagues el sol que quema mi sueño!
¡Qué diablos! ¡Fáltame siempre al respeto,
pues desde este mismo instante profeto
que seré de tu silueta amo y dueño!

Saúl Subías Rodríguez

domingo, 24 de noviembre de 2013

Fragmento 24/11 "De los caídos"

He aquí otro fragmento rescatado de lo que, espero, llegue a tomar una forma seria algún día...
[...]
-¡Al suelo! -gritó Hernández al tiempo que daba un salto hacia adelante.
Todos le siguieron, salvo Ana. Ella no se agachó y no sobrevivió al proyectil de mano. Esa fue la corta historia de Ana en la Segunda Guerra Civil española y, sin embargo, fue la más repetida en el tiempo y en el lugar; en todas las guerras de la historia. En toda guerra hay miles de soldados que simplemente mueren, que no juegan ningún tipo de papel significante. Hay soldados que ni han hablado ni han disparado, que no han matado, o que ni siquiera han llegado a cumplir una orden. Esos soldados se alistan con la única misión de morir y no escribir historia, salvo esta que se les ha brindado en estas pocas palabras.
A estos soldados no les advierten de esto, y no les advierten sin condición. A aquel que va alistado como obligación no se le asigna un superior que a diario le recuerda que va a morir tan inesperadamente y tan desnudo como nació. De igual manera ocurre con los voluntarios; no hay quien los advierta que una granada puede ser la tijera que corte sus sueños de futuro de honor, dedicación y grandeza.
Así pues, Ana murió. Y como no hizo historia, ahí quedó. Sus compañeros de pelotón se limitaron a mirarla tendida en el suelo, sin respiración ni pulso.[...]

Por supuesto, está dentro de un marco que ha salido de mi imaginación, luego nada tiene por qué parecerse a la realidad, ¿verdad?

Nadie que muere en una guerra lo hace por ideales, ni siquiera lo suele hacer por sí mismo. Y los que están por encima suyo tampoco le llevan a una guerra por ideales, sino por intereses.

Saúl Subías Rodríguez
(Esedesubir)