La tinta se disolvió en el agua con la suave benignidad de
una nube y la rapidez devastadora de una tormenta. El pincel golpeó los bordes
del vaso de cerámica con un tintineo agudo y luego se elevó de nuevo rompiendo
la superficie del líquido, tras haber teñido éste totalmente de negro. A mitad
de camino entre el vaso y el lienzo, dos gotas cayeron sobre la falda de Ágata
antes de llegar al rostro de una joven vestida de época y cubrirlo de una
pátina de tinta negra diluida que, sin cubrir la pintura por completo, sí le
dio a la escena un aire de distorsión y un tono lúgubre. Si bien seguía
intuyéndose la cara, la mirada se había perdido por completo, al igual que les
había pasado al resto de personajes de la escena, cuyas caras también habían
sido cubiertas por la negra tinta al agua de Ágata. Ariadna la miraba
impasible, como quien conoce, reconoce y casi llega a aprobar un protocolo. Le
bastó una mirada de su madre –ni siquiera a ella, sino al infinito- para saber lo que debía hacer, así que levantó
el lienzo, lo puso en el suelo y lo apoyó en una de las vigas del porche. Inmediatamente
cogió otro cuadro igual de idílico que el primero, en el que estaban
representadas varias familias con largos vestidos de encajes blancos y rosados,
chalecos con bordados y medias y calzas de tonos apagados, bailando en corro en
torno a un olivo ramificado. Ariadna lo puso delante de su madre y ésta volvió
a manchar el pincel; primero en tinta y luego en agua, volviéndose esta última
cada vez más oscura.
Ariadna odiaba tener que repetir el mismo protocolo una y
otra vez, odiaba cuidar de su madre, y odiaba su propio odio, así que tragaba
su propia hiel, se escudaba como lo hacían las ancianas, en su propia desdicha,
y no manifestaba signo alguno que diese a entender que no estaba conforme. Se
limitaba a sentarse junto a su madre por las mañanas, cambiar el cuadro y
traerle más tinta. Esto último menos a menudo, pues Ágata, además de moverse
lenta e insegura, ni siquiera le pedía que se la trajese; era algo a lo que se
había acostumbrado, una tarea más de su proceder diario, en este caso asignada
por ella misma. Cuando en el mercado del pueblo, o en las reuniones del consejo,
alguien le preguntaba por su madre, ella se limitaba a entrecerrar los ojos
risueñamente y a dibujar con un pincel de detalle una media mueca, mera fachada
de lo que de verdad sentía pero, en realidad, reflejo directo de ello. De vez
en cuando, un ‘Vamos tirando’ pronunciado por su boca ocultaba un ‘No tiramos
nada en absoluto’ que, por otra parte, no lograba camuflarse, y siempre hacía
recogerse al que preguntaba en un ‘Cosas que pasan’ o ‘Llegan a una edad…’.
Ágata llevaba tan solo unos pocos meses fuera de su propio
ánimo, pero a su hija le habían parecido años, años de enfermedad que le habían
hecho cuidar al cascarón roto de lo que antes había sido su madre. Frágil antes
de romperse, pero correoso y letal ahora que no quedaba una cáscara que romper.
Su vida, de repente, se había convertido en eso: lienzo, tinta y agua.
‘¿Tiene sed, madre?’ Ni una contestó ni a la otra le
importó. Iba a traerle agua de todos modos. Ariadna se levantó y corrió el
cortinaje que colgaba de la puerta de la
entrada para evitar que las moscas volasen dentro de la casa. Consistía en unos
largos hilos de nylon con cuentas redondas de madera. De pequeña, Ariadna
fantaseaba con que era una pared de roca, y jugaba a escalar con sus propios
dedos todo lo alto que podía. Con los años, las cuentas de madera se habían ido
desprendiendo, pellizcadas por la puerta, o cayéndose una vez desecho el nudo
al final de los cordones que las sostenían. Ahora, cuando Ariadna recordaba lo
que hacían de niña, volvía a mirar la cortina y, esta vez, le parecían largos
regueros de agua cayendo por una cascada por la cual asomaban esas pocas rocas
que aún quedaban amarradas al nylon.
Fue a la cocina, cogió un vaso y lo lleno de agua de una
pesada garrafa inclinándola sobre la encimera misma para así no tener que
sujetar todo su peso. Le pesaba cada gesto, cada paso, cada movimiento que
hacía. No podía soportar más, pero debía hacerlo, pues era la única opción.
Quería a su madre y la odiaba al mismo tiempo y, aunque sabía que su enfermedad
empeoraba, y más lo hacía todavía su actitud, debía estar ahí porque sí, porque
de no estar ella, nadie más estaría. A veces pensaba en cuando ya no tuviera
que estar ahí, y veía ese momento con mucha pena, pero también con un alivio
que le avergonzaba. Cerró la botella y volvió a salir con el vaso en la mano.
Corrió la cortina y, desde ahí mismo, pudo ver que por la calle pasaba un
hombre a ritmo pausado con una mano en el bolsillo y otra sosteniendo una
americana gris sobre su hombro. Camisa, tirantes, pantalón y sombrero, todo en
tonos de grises, se diferenciaban unos de los otros por ser más claros o más
oscuros. Viéndolo sobre el fondo del asfalto de la carretera, parecía escapado
de una película antigua. Ariadna levantó la barbilla y los dedos de la mano que
no sujetaba el vaso e inventó media sonrisa. No le conocía de nada. El hombre
no le había visto saludar, sin embargo, le devolvió el gesto llevándose las
puntas de los dedos pulgar e índice al sombrero y arrastrándolo hacia su cara,
y luego volviéndolo a subir de nuevo. Ariadna intentó hacer memoria, intentó
reconocerle, pero nada; estaba segura de no haberlo visto en la vida. Era un
pueblo pequeño y los pocos visitantes que llegaban no hubieran tenido ningún
interés en pasar por delante de su casa. Un escalofrío se apoderó de ella:
recordaba que, cuando era pequeña, cada vez que se enteraba de que alguna
persona mayor del pueblo estaba arrastrando sus últimos días de enfermedad en
la cama, siempre había una figura extraña que aparecía y llamaba a la puerta,
que se chocaba con un pariente o que se cruzaba en la vida de cualquiera de los
familiares. Muchas veces era un vendedor, un buhonero, un vagabundo que pedía
limosna en la esquina, un visitante nuevo en el pueblo al que se le veía con la
misma rapidez con la que se le perdía de vista. ‘Y no solo eso’ –le decía su
madre- ‘todo cambia cuando el momento le llega a alguien; siempre hay algo que
cambia, algo que te hace recordar la vida, que es lo único que te puede dirigir
a la muerte’. Siempre que le contaba estas cosas, al momento le quitaba
importancia a lo dicho: ‘No me hagas caso, pequeña, no tendrás mejores cosas que
hacer que escucharme augurando como una vieja…’ y le sonreía, y le revolvía el
pelo o le ponía una mano sobre el hombro, y todo pasaba. De hecho, a Ariadna le
parecía extraño el recordar en ese momento algo en lo que no había vuelto a
pensar en tantos años.
Estando todavía en el marco de la puerta, volvió de sus
pensamientos cuando su madre se levantó, alargó el brazo, cogió el vaso de agua
y le dijo: ‘Gracias, hija’. Había dejado pincel, lienzo y agua. Había cambiado.
Ariadna la miró y se echó a llorar.
Saúl Subías Rodríguez