viernes, 31 de octubre de 2014

Ágata

La tinta se disolvió en el agua con la suave benignidad de una nube y la rapidez devastadora de una tormenta. El pincel golpeó los bordes del vaso de cerámica con un tintineo agudo y luego se elevó de nuevo rompiendo la superficie del líquido, tras haber teñido éste totalmente de negro. A mitad de camino entre el vaso y el lienzo, dos gotas cayeron sobre la falda de Ágata antes de llegar al rostro de una joven vestida de época y cubrirlo de una pátina de tinta negra diluida que, sin cubrir la pintura por completo, sí le dio a la escena un aire de distorsión y un tono lúgubre. Si bien seguía intuyéndose la cara, la mirada se había perdido por completo, al igual que les había pasado al resto de personajes de la escena, cuyas caras también habían sido cubiertas por la negra tinta al agua de Ágata. Ariadna la miraba impasible, como quien conoce, reconoce y casi llega a aprobar un protocolo. Le bastó una mirada de su madre –ni siquiera a ella, sino al infinito-  para saber lo que debía hacer, así que levantó el lienzo, lo puso en el suelo y lo apoyó en una de las vigas del porche. Inmediatamente cogió otro cuadro igual de idílico que el primero, en el que estaban representadas varias familias con largos vestidos de encajes blancos y rosados, chalecos con bordados y medias y calzas de tonos apagados, bailando en corro en torno a un olivo ramificado. Ariadna lo puso delante de su madre y ésta volvió a manchar el pincel; primero en tinta y luego en agua, volviéndose esta última cada vez más oscura.
Ariadna odiaba tener que repetir el mismo protocolo una y otra vez, odiaba cuidar de su madre, y odiaba su propio odio, así que tragaba su propia hiel, se escudaba como lo hacían las ancianas, en su propia desdicha, y no manifestaba signo alguno que diese a entender que no estaba conforme. Se limitaba a sentarse junto a su madre por las mañanas, cambiar el cuadro y traerle más tinta. Esto último menos a menudo, pues Ágata, además de moverse lenta e insegura, ni siquiera le pedía que se la trajese; era algo a lo que se había acostumbrado, una tarea más de su proceder diario, en este caso asignada por ella misma. Cuando en el mercado del pueblo, o en las reuniones del consejo, alguien le preguntaba por su madre, ella se limitaba a entrecerrar los ojos risueñamente y a dibujar con un pincel de detalle una media mueca, mera fachada de lo que de verdad sentía pero, en realidad, reflejo directo de ello. De vez en cuando, un ‘Vamos tirando’ pronunciado por su boca ocultaba un ‘No tiramos nada en absoluto’ que, por otra parte, no lograba camuflarse, y siempre hacía recogerse al que preguntaba en un ‘Cosas que pasan’ o ‘Llegan a una edad…’.
Ágata llevaba tan solo unos pocos meses fuera de su propio ánimo, pero a su hija le habían parecido años, años de enfermedad que le habían hecho cuidar al cascarón roto de lo que antes había sido su madre. Frágil antes de romperse, pero correoso y letal ahora que no quedaba una cáscara que romper. Su vida, de repente, se había convertido en eso: lienzo, tinta y agua.
‘¿Tiene sed, madre?’ Ni una contestó ni a la otra le importó. Iba a traerle agua de todos modos. Ariadna se levantó y corrió el cortinaje  que colgaba de la puerta de la entrada para evitar que las moscas volasen dentro de la casa. Consistía en unos largos hilos de nylon con cuentas redondas de madera. De pequeña, Ariadna fantaseaba con que era una pared de roca, y jugaba a escalar con sus propios dedos todo lo alto que podía. Con los años, las cuentas de madera se habían ido desprendiendo, pellizcadas por la puerta, o cayéndose una vez desecho el nudo al final de los cordones que las sostenían. Ahora, cuando Ariadna recordaba lo que hacían de niña, volvía a mirar la cortina y, esta vez, le parecían largos regueros de agua cayendo por una cascada por la cual asomaban esas pocas rocas que aún quedaban amarradas al nylon.
Fue a la cocina, cogió un vaso y lo lleno de agua de una pesada garrafa inclinándola sobre la encimera misma para así no tener que sujetar todo su peso. Le pesaba cada gesto, cada paso, cada movimiento que hacía. No podía soportar más, pero debía hacerlo, pues era la única opción. Quería a su madre y la odiaba al mismo tiempo y, aunque sabía que su enfermedad empeoraba, y más lo hacía todavía su actitud, debía estar ahí porque sí, porque de no estar ella, nadie más estaría. A veces pensaba en cuando ya no tuviera que estar ahí, y veía ese momento con mucha pena, pero también con un alivio que le avergonzaba. Cerró la botella y volvió a salir con el vaso en la mano. Corrió la cortina y, desde ahí mismo, pudo ver que por la calle pasaba un hombre a ritmo pausado con una mano en el bolsillo y otra sosteniendo una americana gris sobre su hombro. Camisa, tirantes, pantalón y sombrero, todo en tonos de grises, se diferenciaban unos de los otros por ser más claros o más oscuros. Viéndolo sobre el fondo del asfalto de la carretera, parecía escapado de una película antigua. Ariadna levantó la barbilla y los dedos de la mano que no sujetaba el vaso e inventó media sonrisa. No le conocía de nada. El hombre no le había visto saludar, sin embargo, le devolvió el gesto llevándose las puntas de los dedos pulgar e índice al sombrero y arrastrándolo hacia su cara, y luego volviéndolo a subir de nuevo. Ariadna intentó hacer memoria, intentó reconocerle, pero nada; estaba segura de no haberlo visto en la vida. Era un pueblo pequeño y los pocos visitantes que llegaban no hubieran tenido ningún interés en pasar por delante de su casa. Un escalofrío se apoderó de ella: recordaba que, cuando era pequeña, cada vez que se enteraba de que alguna persona mayor del pueblo estaba arrastrando sus últimos días de enfermedad en la cama, siempre había una figura extraña que aparecía y llamaba a la puerta, que se chocaba con un pariente o que se cruzaba en la vida de cualquiera de los familiares. Muchas veces era un vendedor, un buhonero, un vagabundo que pedía limosna en la esquina, un visitante nuevo en el pueblo al que se le veía con la misma rapidez con la que se le perdía de vista. ‘Y no solo eso’ –le decía su madre- ‘todo cambia cuando el momento le llega a alguien; siempre hay algo que cambia, algo que te hace recordar la vida, que es lo único que te puede dirigir a la muerte’. Siempre que le contaba estas cosas, al momento le quitaba importancia a lo dicho: ‘No me hagas caso, pequeña, no tendrás mejores cosas que hacer que escucharme augurando como una vieja…’ y le sonreía, y le revolvía el pelo o le ponía una mano sobre el hombro, y todo pasaba. De hecho, a Ariadna le parecía extraño el recordar en ese momento algo en lo que no había vuelto a pensar en tantos años.
Estando todavía en el marco de la puerta, volvió de sus pensamientos cuando su madre se levantó, alargó el brazo, cogió el vaso de agua y le dijo: ‘Gracias, hija’. Había dejado pincel, lienzo y agua. Había cambiado. Ariadna la miró y se echó a llorar.

Saúl Subías Rodríguez