[...]
El sargento se adelantó; desenfundó una pistola y asomándose
a la ventanilla de atrás, abierta, apuntó al interior y gritó:
-¡Alto en nombre de…! ¡La puta de oros…!
La escena que se encontró fue la de dos jóvenes de distinto
sexo, desnudos y apilados. Al verle,
estos se pusieron la poca ropa que tenían alrededor por encima.
-¡Salid del coche! –dijo Hernández, a lo que obedecieron sin
rechistar y lo más rápido que pudieron, dejando la mitad de la ropa dentro del
coche, de tal modo que él solo pudo cubrirse con una zapatilla, y ella con una
camiseta que daba más a enseñar que a ocultar.
-¿Los matamos?- dijo Marcial, ignorado totalmente por el
grupo.
-¡Nombre y bando!- dijo el sargento, a lo que el chico
respondió asustado:
-Johnny… ¡Jonathan! Jonathan, señor, Jonathan Marzo
Sierra. ¿Nos van a matar?
Y Marcial: -¿Los matamos?
Y el sargento: -¡Que aquí no se mata a nadie! A ver, –dijo
refiriéndose al joven- ¿Qué cojones hacéis aquí? Ya ha sonado el toque de
queda.
Y respondió: -Verá Capitán…
-¡Sargento! –Corrigió molesto Hernández.
-Verá Sargento, mis padres pidieron permiso para un viaje
este fin de semana, y como tengo la casa libre, pues aproveché para quedar con
Cristina.
-¡Marta, imbécil! –dijo la chica que, de asustada, pasó a
mirar con odio a Jonathan, el cual no se inmutó y siguió hablando.
-Solo lo pasábamos bien un rato…
Entonces intervino Nicolás:
-Pero si tenías la casa vacía, ¿a qué fin te vienes al
coche?
Todos se quedaron callados, y el joven, pensativo, mirando
al infinito y con cara de bobo respondió:
-Pues verá usted, es que yo no suelo pensar demasiado. En el bolsillo de los pantalones tengo mi
carnet.
El sargento Hernández hizo una seña a Marcial y este rebuscó
entre la ropa del muchacho. Encontró dos
preservativos que guardó en su propio bolsillo y un trozo de papel doblado y
arrugado con las siglas del “Conjuntoh Alelao Nacionalista Imbesil”. Se lo dio, pues Marcial no sabía leer ya que,
al igual que no bastaba una vida para que una sola persona tirase abajo a
picazos una montaña, tampoco bastaba para que alguien pudiese enseñar a leer a
semejante carnuzo sin cerebro. Con eso,
y con que no lo demandaba, así permanecería ya hasta el final de sus días.
-Todo en orden, tiene razón.
Poneos la ropa y volved a lo que estabais haciendo ahí dentro.
-¿Con ropa?- preguntó el chico.
-¿Lo matamos?
[...]
Fragmento
Saúl Subías.-